Bajo el espíritu del Volcán San José: trekking de alta montaña

¿Qué motiva a apartarse hacia el interior de las montañas y sumergirse en los senderos gélidos y ancestrales de la cordillera? Quizás, entre los aficionados al trekking existe un denominador común: el gusto por el ejercicio físico y, en una dimensión más profunda, el impulso introspectivo que surge del contacto con la naturaleza y la práctica de una respiración consciente. Además del compañerismo y la confianza, se requiere la capacidad de tomar decisiones fundamentadas en sabiduría al cargar mochilas de más de veinte kilos y adentrarse en lo más alto de las montañas durante días.

Por Marcel Albano

“No es la montaña que conquistamos, sino a nosotros mismos”

Sir Edmund Hillary

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La supervivencia en condiciones extremas, con temperaturas bajo cero, escasez de oxígeno y provisiones limitadas, desafía constantemente tanto el físico como la mente. En tales situaciones, se está consciente de que, ante cualquier emergencia, el rescate puede estar a días de distancia, o incluso se puede perder la vida. Sin embargo, en medio de este temor constante, surge una magia indescriptible que fortalece el espíritu, alimentado por el sentido de equipo y la experiencia acumulada que siempre se pone a prueba. La montaña se convierte así en una escuela continua de aprendizaje y superación. En estos lugares majestuosos y peligrosos, la supervivencia se entiende como sinónimo de resiliencia, mientras que la respiración profunda se convierte en un símbolo de calma eterna.

Con el prisma de paisajes con formaciones psicodélicas como telón de fondo, la Semana Santa pasada envolvió en el silencio reflexivo la expedición melipillana al volcán San José a 5.850 metros sobre el nivel del mar (msnm). La música del silencio que reina en el desierto helado de la cordillera transformó el viaje de las cordadas en un vía crucis, sustituyendo el peso de las mochilas por el eco de los bastones golpeando sus brutales senderos. Peregrinos de la montaña provenientes de Temuco, Viña del Mar, Santiago y extranjeros, se encontraron al llegar de paso en el refugio El Plantat del volcán San José del Cajón del Maipo a 3.150 msnm, luego de caminar extensas jornadas de ascensión.

El Refugio del Volcán San José, erigido en 1937 por la familia Plantat, trasciende la mera definición de refugio. Es un sitio místico, un umbral hacia otra época, impregnado de historias, leyendas y recuerdos. Su simpleza y funcionalidad, se dice, estriba en que su diseño es una réplica de un refugio ubicado en los Alpes a finales del siglo XIX. Sus paredes de roca y madera parecen susurrar las hazañas de los renombrados montañistas que, en años anteriores, desafiaron los elementos naturales y sucumbieron entre los inhóspitos muros de roca y nieve. Junto a él, un manantial privilegiado de aguas puras y cristalinas, filtradas a través de los recovecos internos de las capas de hielo de las cumbres, reconforta al cuerpo con su pureza y frescura.

La flora que lo rodea constituye un microcosmos que surge con el primer brote de las aguas, formando un arroyo que serpentea entre un tapiz verde en medio de la belleza agreste de los tonos rocosos y minerales. Los contrastes ofrecen una amplia gama de perspectivas y profundidades. Algo sucede en las pupilas, en la respiración, que te transforma al desprenderse de las formas y fondos de la civilización. El espectáculo del sonido de masas rocosas y nieves cayendo desde alturas abismales recuerda la insignificancia humana ante la grandeza de estos parajes inmensurables.

En el refugio, de izquierda a derecha, Víctor Cabezas, Rodrigo Castro, Carlos San Martín y Marcel Albano.

La fauna en el refugio ofrece un relato aparte: dentro de sus confines, reside una familia de «degus», un roedor de diminuto tamaño, afable y encantador, que guarda parentesco con la chinchilla. En los alrededores, grupos de cóndores acompañados por caranchos surcan el cielo despejado, trazando círculos y realizando pasadas bajas sobre el refugio, revelando su magnificencia. Las comunidades de aves que comparten el entorno con el verdor del manantial montañoso de agua fresca se refugian en las pequeñas grietas rocosas que delimitan este ecosistema. El murmullo del viento nos recuerda constantemente la fragilidad de la vida en las faldas del volcán San José.

Al abandonar el lugar, el guía Rodrigo Castro, ex estudiante del Internado Nacional Barros Arana, asumió el oficio de avanzada, perdiéndose rápidamente en las desafiantes subidas. Carlos San Martín y Víctor Cabezas, fueron registrando y fotografiando el duro camino mientras éramos sorprendidos por la escasez de agua, hielo y las diferentes construcciones de piedra que oficiaban de hitos simbólicos como señales de lejanía, luego de sortear el famoso paso de “Las Lajas”: un camino peligroso y resbaladizo que obliga a concentrar la atención del senderista para no perderse en caídas abominables.

A una altitud de más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, decidimos pernoctar después de una jornada de caminata sin apenas descanso, que comenzó antes del amanecer y se prolongó hasta que la penumbra se hizo presente. Nos encontrábamos cerca del campamento número 2 cuando mi rodilla izquierda decidió frustrar mis posibilidades de continuar ascendiendo. Antes del alba, les aseguré a mis compañeros de cordada que confiaran en que lograría llegar al refugio Plantat. Cargué una carpa y ellos continuaron avanzando con menos peso. Llegó la tarde y, avanzando a paso lento, finalmente pernocté en el refugio mientras mis camaradas continuaron su ascenso hasta alcanzar sobre los 5.000 metros sobre el nivel del mar. Desde mi perspectiva, el Domingo de Resurrección, las nubes envolvieron las cumbres del volcán San José, haciendo descender la temperatura de -3 a -16 grados centígrados. Evelyn y Marcos, del grupo andinista Los Plomeros, capturaron imágenes a las 5:00 a.m. que mostraban un paisaje desolador, con la luna iluminando la cumbre oculta tras intensas nevadas estratosféricas. La sapiencia de mis compañeros y el frío que caló los huesos, los hizo descender de los últimos para reencontramos nuevamente en el refugio Plantat e iniciar el retorno: el arduo camino de regreso a la realidad que nos dejó valiosos aprendizajes, experiencia y el espíritu renovado necesario para prepararnos para futuras expediciones tras la conquista del volcán San José.

¿Qué motiva a apartarse hacia el interior de las montañas y sumergirse en los senderos gélidos y ancestrales de Los Andes? Tal vez la respuesta se posiciona en una característica intrínseca de la montaña que converge con una cualidad que se debe aceptar como inherente a la experiencia humana. Según la maestra de yoga Jimena Maturana, esta noción se manifiesta en la constante evolución personal, donde nada parece perdurar de manera permanente. Desde la perspectiva de Maturana, el cuerpo humano ejemplifica claramente esta transitoriedad, ya que desde el nacimiento hasta la muerte está sujeto a cambios incesantes. Cambios que, en el fragor de las caminatas, el senderista experimenta de manera consciente y constante. Cambios considerados como una energía interior que se manifiestan en el micro universo de deportistas amantes de cerros y montañas, cuya práctica implica el ejercicio de la respiración profunda, aceptar que el desafío personal y el compromiso con dar lo mejor de sí mismos se transforma en una filosofía de vida sustentada en una saludable conexión entre mente, cuerpo y naturaleza.

Fotografías: Carlos San Martín, Víctor Cabezas, Rodrigo Castro.

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