David Allen Harvey
En la edición anterior de El Regionalista, presenté un resumen del debate presidencial norteamericano entre Kamala Harris y Donald Trump y noté que, basado en mis propias observaciones tanto como los comentarios de los opinólogos estadounidenses, la abanderada demócrata claramente fue la vencedora. Pero una cosa es ganar un debate; otra cosa es ganar la elección. En esta segunda parte, entraré en más detalles sobre el estado de la contienda electoral entre los dos candidatos principales y, aunque no tengo una bola de cristal, hablaré un poco de lo que serían las claves de la victoria de cada uno de ellos.
Las encuestas varían bastante, pero en su conjunto muestran una leve ventaja de Harris sobre Trump, aunque por un margen relativamente estrecho (en promedio, un cuatro por ciento de diferencia). Este margen representa una mejoría significativa—hace tres meses, las encuestas le daban a Trump un margen de victoria similar sobre Joe Biden—pero es muy temprano para cantar victoria. Los últimos acontecimientos—la amenaza de un segundo atentado contra la vida de Trump (evitado por la intervención del Secret Service contra una persona armada que había infiltrado la cancha de golf donde jugaba Trump), y la controversia que persiste tras las acusaciones de Trump y de su compañero de lista, J.D. Vance, de que los inmigrantes haitianos estaban comiendo perros y gatos en Ohio—apenas han movido la aguja de las preferencias. Por lo tanto, parece un buen momento para medir las fuerzas electorales relativas de l@s dos candidat@s.
Donald Trump es un personaje muy polarizador, y ha estado en el centro del mundo político norteamericano por casi una década. Por lo tanto, es difícil creer que existan much@s votantes que no hayan formulado una opinión sobre su persona. Las encuestas indican que l@s incondicionales del expresidente forman aproximadamente un treinta por ciento del electorado. Algunos comentaristas han observado que el movimiento MAGA (Make America Great Again) parece más una secta que un partido político normal, y el mismo Trump afirmó una vez que podría hasta matar a una persona en plena calle sin perder su apoyo. Hay otro quince por ciento del electorado que no pertenece a la secta y quizá no les simpatiza mucho la personalidad de Trump, pero son fieles al Partido Republicano por creencias o por tradición. Por lo tanto, es poco probable que Trump saque menos de un 45% de los sufragios, pase lo que pase. Pero tampoco tiene por donde crecer su votación, y su campaña electoral se ha enfocado más en movilizar a sus fieles que en mover a los indecisos. En general, la gente adulta mayor apoya a Trump más que la juventud, los blancos más que las minorías raciales y étnicas, y las personas del mundo rural más que l@s habitantes de las grandes ciudades. Si estos grupos predominan entre l@s votantes, Trump podría ganar otra vez a pesar de su baja popularidad.
A pesar de haber sido vicepresidenta durante los últimos tres años y medio, Kamala Harris es bastante menos conocida por el pueblo norteamericano. Por lo tanto, tiene un piso de apoyo menos firme que Trump, pero también un techo más alto. Hasta ahora, su campaña ha sido muy exitosa en presentar al público una buena imagen de la candidata, pero falta mucho camino por recorrer, y los hechos imprevistos (una crisis económica, un ataque terrorista, etc.) pueden cambiar el panorama. Si Kamala Harris logra convencer a los indecisos (los votantes que rechazan a Trump, pero todavía no la apoyan a ella) y movilizar a los votantes infrecuentes (la juventud, los minorías raciales y étnicas y los pobres) a ir a las urnas, tiene todas las posibilidades de ganar.
Sin embargo, hay muchos factores que complican un pronóstico confiable. De partida, como he señalado en mis artículos anteriores sobre las elecciones norteamericanas, Estados Unidos elige a su mandatario mediante un sistema complicado: en vez de una elección por voto popular nacional, hay elecciones en los cincuenta estados más el distrito federal, y los candidatos van sumando “votos electorales” a través de los resultados a nivel regional para llegar a una mayoría de por lo menos 270 votos electorales de los 538 posibles. En por lo menos un 75% de los estados, los resultados no están realmente en duda: por ejemplo, es casi imposible que el candidato republicano gane en Massachusetts, o la candidata demócrata en Alabama. En general, el Partido Republicano domina en el centro y sur del país (zona más rural, tradicional, y conservadora), y el Partido Demócrata en las costas ponientes y nororientes (zona más urbanizada, cosmopolita, y de mayor diversidad racial y cultural).
Por lo tanto, la contienda nacional se decidirá en un grupo reducido de “swing states” en los cuales la igualdad de las fuerzas de los dos partidos hace el resultado incierto. Estos “swing states” se colocan en tres sectores del país: la zona de los Grandes Lagos en el norte central (Minnesota, Wisconsin, Michigan, Ohio, y Pennsylvania); la frontera con México en el sudoeste (Arizona, Nevada, Colorado, y Nuevo México); y el sureste atlántico (Virginia, Carolina del Norte, Georgia, y Florida). Cada uno de estos tres sectores tiene características propias, y se podría decir que, en la historia reciente del país, están evolucionando en direcciones distintas. La zona de los Grandes Lagos, tradicionalmente terreno demócrata por ser una zona de grandes fábricas industriales con una clase obrera sindicalizada, ha sido fuertemente golpeada por la globalización y la desindustrialización, y ha sido terreno fértil para el nacionalismo populista que ofrece Donald Trump; de hecho, su victoria en este sector fue determinante para su triunfo en 2016. Por el contrario, la frontera suroeste fue tradicionalmente tierra de los republicanos, y sobre todo de figuras tipo “cowboy” como Ronald Reagan o George W. Bush, pero la masiva inmigración mexicana y centroamericana de las últimas décadas ha cambiado profundamente esta región, que se inclina cada vez más hacia el Partido Demócrata. La evolución del sureste atlántico es aún más curiosa. Es una zona tradicionalmente muy conservadora, pero que por un siglo después de la Guerra Civil votó en contra de los republicanos, el “partido de Lincoln.” Desde los años 60 del siglo veinte, se convirtió en una fortaleza republicana por su rechazo a la política racial más progresista de Kennedy y Johnson y la “estrategia sureña” de Richard Nixon, basada en el anticomunismo, el conservadurismo religioso, y el miedo al desorden. Sin embargo, por la fuerte urbanización del sector, el crecimiento del poder político afroamericano (una minoría muy fuerte en el sureste), y la orientación más progresista de las nuevas generaciones blancas se ha convertido en quizás la zona del país más volátil y menos predecible en términos políticos.
Hay varias combinaciones posibles de votos electorales de los “swing states,” pero me atrevería a pronosticar que quien logre el triunfo en dos de estas tres regiones claves obtendrá la victoria. También me atrevería a decir que, si la tasa de participación electoral es mayor al promedio histórico de sesenta por ciento (el voto en EE.UU. es voluntario, y las fechas de elecciones no son feriados legales), es probable que gane Harris, pero si la tasa de participación es baja, Trump tiene mejores probabilidades de ganar, dado que su base de apoyo es menos numerosa, pero más fiel. Para saber cómo termina esta teleserie, habrá que esperar hasta noviembre.