Extractos de un texto de Patrick Sabatier, publicado en Libération. Traducción del francés de Gonzalo Martner.

Donald Trump, con su mantra MAGA (Make America Great Again), se presentó como profeta de un regreso a la tierra prometida donde la vida estaba encuadrada en torno al tríptico Trabajo-Familia (patriarcal)-Patria, con los hombres como verdaderos varones, con armas al alcance, con las mujeres como madres y amas de casa, y donde los jóvenes podían salir adelante a través del ejército (como los marines en el caso de Vance), la empresa (en la alta tecnología californiana) y la familia y la fe (católica en su caso), validando su billete de entrada en esa «clase media» que los votantes de Trump reivindican con orgullo.
No conciben otra «lucha de clases» que la que pueda preservar, o aumentar, el «poder adquisitivo» que es su carta de presentación a la «sociedad de consumo» del país más rico que la humanidad haya conocido. No los motivan tanto los fines de mes, aunque sean más difíciles, ni las desigualdades, sino el gran temor del fin del mundo, su mundo. Aunque estén frustrados porque el sueño americano no tenga, para la mayoría de ellos, nada en común con su realidad cotidiana, y que sospechen que es una gran ilusión, aún desean creer en él.
Para ellos es una cuestión de identidad (ciudadanos del imperio más poderoso de la historia), de economía (accionistas de una sociedad de consumo que gran parte de la humanidad solo puede soñar), y de cultura (miembros de una tribu que tiene a «Dios a su lado» mientras obedezca a los valores de la religión cristiana). Aterrados por el posible colapso de este mundo, han apoyado a quien les promete preservarlo tras los muros que les protegerán de las amenazas que hacen pesar las mutaciones del planeta: el cambio climático, la evolución demográfica, los desplazamientos de población, el agotamiento de los recursos, las reivindicaciones de igualdad de las minorías, sin hablar de las de las mujeres.

Para creer en esto deben negar el pasado y rechazar a las «élites» que les recuerdan que este mundo es el resultado de varios siglos de dominación del planeta por el grupo humano del que forman parte —el «hombre blanco» (las poblaciones europeas)— y que su «civilización», la «American Way of Life», fue fundada sobre la conquista, la colonización y la sumisión de las otras poblaciones, incluyendo la esclavitud y el genocidio, y sobre el pillaje y la destrucción de los recursos naturales del planeta.
También deben permanecer ciegos sobre el futuro y rechazar a esas mismas «élites» que advierten que este mundo del crecimiento sin fin es insostenible debido al cambio climático, al agotamiento de los recursos planetarios, y también a la «mundialización», de la que por mucho tiempo fueron artífices y beneficiarios, pero que se dio vuelta contra ellos con la emergencia de potencias que les hacen competencia. Prefieren creer en la «verdad alternativa» que les promete Trump, en la que el Apocalipsis no ocurrirá.
Esta ansiedad existencial sobre el declive y el desplazamiento del hombre blanco (y de los que sueñan ser admitidos en su club) y la esperanza casi milenarista que despierta, escapan a todos los parámetros de la política tradicional fundada sobre las oposiciones antiguas entre «republicanos» y «demócratas», «derecha» e «izquierda». No se apaciguan ni con la promesa de medidas económicas y sociales que apunten a una transición ecológica que limite las desigualdades ni con argumentos en favor del Estado de derecho y la democracia y la reducción de las discriminaciones de las que son víctimas las minorías y las mujeres. La coalición movilizada por el Partido Demócrata en base a las reinvindicaciones particulares o comunitarias de esas minorías, no conforma, evidentemente, una mayoría electoral. Esta estrategia puede incluso haber tenido el efecto inverso, intensificando los temores de la «clase media».

A inicios del siglo XX, Rudyard Kipling exhortaba a sus compatriotas en un poema célebre a «asumir el fardo del hombre blanco», la dominación imperial del planeta que se trataba de «civilizar» sometiendo a los otros pueblos al orden social, económico, político, técnico, moral y religioso del Imperio británico, pilar de la llamada civilización occidental. En este principio del siglo XXI, Donald Trump, que no tiene nada de un poeta, llama a su vez a sus compatriotas estadounidenses a «asumir el fardo del hombre blanco», que es el de resistir las mutaciones del planeta subiendo las murallas de un Imperio bastión de la civilización llamada occidental.
El verdadero desafío hoy es producir una nueva narrativa que pueda convencer al hombre blanco de mirar la realidad de frente, es decir lo inevitable del fin del mundo que ha soñado y (a veces) conocido, y la necesidad de trabajar por una evolución radical de su civilización, botando su fardo en los desechos de la historia. De lo contrario, como canta un poeta estadounidense, «a hard rain’s gonna fall…», una fuerte lluvia caerá.
2 comentarios en “El destino del hombre blanco”
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