Elecciones europeas:  la política del doble rechazo

¿Cuáles son las lecciones que podemos sacar de las elecciones parlamentarias británicas y francesas? La política es menos predecible que nunca en los tiempos del doble rechazo y de fragmentación institucional. Pero esto no significa que las fuerzas democráticas tengan que bajar los brazos y aceptar la victoria inevitable del populismo. Hay que ser pragmático y hay que buscar la coalición más amplia posible.

David Allen Harvey

La desilusión con la política ya aparece como un sentimiento casi universal en las democracias del siglo veintiuno, y el desencanto con la clase política tradicional ha dado lugar a nuevas alternativas populistas sean de izquierda, de derecha, o de color político ambiguo para no decir incoherente. También ha dado lugar a un nuevo fenómeno entre el electorado:  los double haters, o sea, los que rechazan a ambos bandos, y en vez de votar a favor de su candidato preferido, más bien votan en contra de quien les parece la peor opción. Este fenómeno del doble rechazo ha hecho la política electoral más impredecible que en el pasado, pues no siempre es obvio por cual lado irán los double haters hasta el día en que concurren a las urnas.

En este mes de julio, invernal en Chile, pero en el Viejo Continente época de calores estivales, y a veces de ánimos acalorados, las elecciones parlamentarias en dos de las democracias más importantes del mundo occidental—Gran Bretaña y Francia— han dado más indicaciones de lo impredecible que son los sufragios en los tiempos del doble rechazo. Pero también los resultados en los dos países europeos dan razones para el optimismo de que la democracia y la conciencia ciudadana aún pueden lograr resultados positivos. He escrito varias veces en este medio sobre la política europea en general, y el escenario político francés y británico en particular, así que me tomo la libertad para volver a aquellas tierras para reflexionar sobre lo que los resultados significan para Europa y para el mundo.

En Gran Bretaña, la sorpresa no fue tanto el resultado electoral—las encuestas ya auguraron un desastre para el Partido Conservador, que había gobernado el Reino Unido durante los últimos catorce años—sino la magnitud del triunfo del Partido Laborista, que arrasó con 411 de los 650 escaños parlamentarios, dándole su mayoría más amplia desde 2001. Pero no fue tanto que ganó Labour —de hecho, recibieron menos votos que en la elección anterior, de 2019, donde quedaron en minoría— sino que los conservadores cayeron en una picada espectacular, perdiendo 251 escaños para quedarse con solamente 121 diputados, un desastre sin precedentes en la historia moderna del partido. Lo que sucedió es que mientras que los laboristas consiguieron unir a los votantes de izquierda y de centroizquierda, el mundo de la derecha quedó fragmentado entre el Partido Conservador, el Partido Liberal-Demócrata (un partido más de centro que sacó la tercera mayoría nacional), y el Partido Reformista (un partido nacionalista de ultraderecha que felizmente solo eligió un diputado, pero que le quitó muchos votos a los conservadores). Por las distorsiones del sistema electoral, el Partido Laborista tendrá casi dos tercios de los diputados, a pesar de haber sacado solo un poco más de un tercio de los votos.

Las causas del derrumbe del Partido Conservador son varias, pero la principal fue el impacto negativo del Brexit, la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea tras el referendo de 2016.  El Partido Conservador, y sobre todo el ex primer ministro Boris Johnson, fue el abanderado principal de Brexit, prometiendo declarar la independencia nacional de una burocracia europea presentada como distante y esclerótica, y así recuperar las glorias del añorado imperio perdido. Pero la realidad es que dejó el país más pobre, más aislado, y más dividido que nunca, dado que ahora tienen que pagar impuestos de aduana con todo su comercio con el resto de Europa, mientras que los supuestos beneficios de la independencia británica nunca aparecieron. También tuvo un gran papel el mal manejo de la pandemia COVID del gobierno, y sobre todo la hipocresía de Johnson, quien fue grabado en fiestas clandestinas en su residencia oficial mientras que sus conciudadanos respetaron las cuarentenas. Sus sucesores, Liz Truss (quien notoriamente duró menos tiempo que una lechuga) y Rishi Sunak (un joven multimillonario quien no logró conectarse con el votante común), no pudieron revertir la caída del partido, que por el momento queda como una oposición muy disminuida.

Pero para aprovecharse del desastre conservador, el Partido Laborista tuvo que reinventarse. Más bien, tuvo que hacerse una especie de exorcismo, expulsando a su antiguo abanderado, Jeremy Corbyn, un izquierdista trasnochado y figura muy polarizadora, cuyo discurso anticapitalista fue tachado de retórica antisemita que provocó el rechazo entre los votantes del centro y del mundo empresarial. Su sucesor, Keir Starmer, es un abogado un poco anodino, cuyo mérito principal parece ser que no es ni Johnson ni Corbyn. En su discurso inicial, tras haber sido invitado por el rey Carlos III a formar un gobierno, se presentó como un Tony Blair versión 2.0, ofreciendo una vuelta a la normalidad y a la gobernabilidad. Habrá que ver cómo le va, pero tiene el mandato para liderar la política británica durante los próximos cinco años, por lo menos.

Crucemos la Mancha para examinar la situación del país galo, donde los electores dieron una clase magistral en la lógica electoral del doble rechazo. El presidente de Francia, Emmanuel Macron, se parece en muchos aspectos al ex primer ministro Sunak, como ya comenté en un artículo anterior:  los dos vienen del mundo de finanzas, tienen fortunas personales que les sitúan entre la clase más acomodada de sus respectos países, defienden los intereses empresariales, y tienen un trato altanero y distante con los votantes. Macron ha ganado dos veces la presidencia de Francia—en 2017, y luego en 2022—sin jamás ser particularmente querido por el pueblo, gracias a la lógica del doble rechazo. Los dos partidos tradicionales de Francia, el Partido Socialista de François Mittérrand y el Partido Gaullista de Jacques Chirac, naufragaron en la segunda década del siglo actual a causa de escándalos de corrupción, crisis económicas, y temores al terrorismo y la criminalidad. Macron se presentó como una cara nueva, joven y competente, capaz de renovar a la democracia más antigua de Europa. Pero sus reformas tocaron todas las vacas sagradas de la sociedad francesa, como los derechos sindicales, las pensiones, y los servicios públicos —uno podría decir, todo lo que hace de Francia uno de los mejores países del mundo para vivir— en el nombre de la competitividad internacional. El resultado fue una serie de manifestaciones masivas en contra del gobierno y del mandatario, quien apareció tan distante y soberbio como la reina Marie Antoinette. 

Hasta ahora, Macron ha sobrevivido políticamente porque su rival principal inspira un rechazo aun mayor entre el electorado francés. Marine Le Pen es la abanderada del Partido Nacional, una formación de ultraderecha liderada durante muchos años por su padre, el ex militar Jean-Marie Le Pen, quien no tuvo mucho cuidado de esconder sus sentimientos racistas y antidemocráticos. En un drama familiar digno de la tragedia griega (o tal vez de las farsas de Molière y Beaumarchais), Marine echó a su padre del partido e hizo un trabajo determinado de limpiar su imagen. Pero sus criticos desconfían, con mucha razón, de que el leopardo puede cambiarse de piel, y sospechan que Marine ofrece la misma receta de racismo, nacionalismo, y autoritarismo de su padre en un paquete más atractivo. 

El sistema electoral francés se parece mucho al chileno en que son sistemas presidencialistas con dos vueltas electorales. En 2017 y luego en 2022, avanzaron a segunda vuelta Macron y Le Pen, y aunque el primero no inspiraba mucho cariño entre los franceses, fue elegido en ambas ocasiones por un amplio margen como el mal menor. Es un misterio para muchos por qué Macron llamó este año a elecciones legislativas anticipadas, dada su baja popularidad, pero todo indica que contaba con ofrecer una opción binaria a los electores: o apoyar a su gobierno, o arriesgar el triunfo de la ultraderecha.

Sin embargo, los hechos no salieron como Macron había anticipado. El Partido Nacional sacó la primera mayoría en la primera vuelta, y sus fieles ya se imaginaron en el gobierno por primera vez. Pero la mayoría del pueblo francés se movilizó para negarle el triunfo. La izquierda francesa, que durante años se había marginalizado a sí misma por su fragmentación, su extremismo, y su falta de sentido práctico, se unió en una nueva coalición (un frente amplio, se podría decir) llamado el Frente Popular Nuevo, un nombre que resuena con la época de gloria de la izquierda francesa, cuando le cerró el camino al fascismo y pusieron los primeros pilares del estado de bienestar moderno. Hicieron callarse momentáneamente a su líder más polémico, Jean-Luc Mélenchon, una especie de Corbyn francés, movilizaron las redes sociales, y se beneficiaron de la intervención de celebridades como el futbolista Kylian Mbappé, quien llamó a la juventud a votar contra el extremismo. También hicieron acuerdos tácticos con el oficialismo, en que ambos bandos acordaron bajar sus candidaturas de tercer lugar para presentar candidatos únicos contra la ultraderecha. Para la sorpresa de todos, la alianza de izquierda sacó la primera mayoría en la segunda vuelta, dejando con cola a los nacionalistas demasiado confiados de su triunfo.

Al contrario del resultado de Gran Bretaña, las elecciones parlamentarias de Francia no dieron un mandato claro, sino que revelaron la lógica electoral de un país profundamente dividido entre tres tercios. Dado el rechazo de la izquierda y del centro macronista hacia Le Pen y la ultraderecha, lo más probable es una alianza provisoria entre el oficialismo y el Frente Popular Nuevo. Pero esto será muy difícil pues el rechazo de gran parte de la izquierda hacia Macron es enorme, y el oficialismo tampoco traga a los izquierdistas tipo Mélenchon. Es posible que surja un candidato de consenso para servir como primer ministro y jefe de gobierno (Macron sigue en la presidencia hasta 2027), tal vez una figura del mundo socialdemócrata, tal vez un burócrata o técnico sin color político. Es de esperar que el nuevo gobierno anule varias de las reformas polémicas de Macron, y el presidente no tendrá más remedio que aceptar la aniquilación de su legado político. Y todo indica que Marine Le Pen será de nuevo candidata a la presidencia en 2027, elecciones que podría fácilmente ganar si el matrimonio de conveniencia entre el centro y la izquierda no prospera. Solo el tiempo dirá como termina este drama político.

¿Cuáles son las lecciones que podremos sacar de las elecciones parlamentarias británicas y francesas? La política es menos predecible que nunca en los tiempos del doble rechazo y de fragmentación institucional. Pero esto no significa que las fuerzas demócratas tengan que bajar los brazos y aceptar la victoria inevitable del populismo. Hay que ser pragmático, hay que buscar la coalición más amplia posible, y a veces hay que bajar el moño y reconocer, como dijo una vez el gran progresista pragmático Franklin D. Roosevelt, que es mejor tener medio pan que no tener ninguno. También es necesario desenmascarar a los enemigos de la democracia, para que la ciudadanía tenga claro la importancia de su voto. Aunque puede ser un trago amargo reconocer la realidad de la política del doble rechazo, vale lo mismo un voto a favor de su candidato preferido y un voto en contra del otro.

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