@marcelenredes
Correr también es filosofar. Especialmente si es en cerros, donde el cuerpo se convierte en médium y la mente, en espejo. Subir cerros en solitario es un acto político. No porque grite consignas ni milite causas, sino porque me obliga a estar conmigo mismo, sin pantallas, sin likes, sin necesidad de validación. Ahí, en el polvo y la pendiente, la mente no busca tener la razón, sino entender los por qué la necesita tanto.
Vivimos en un tiempo en el cual la libertad de creer está secuestrada por las modas ideológicas, por discursos embriagados de autoafirmación, repetidos con la torpeza de quien bebe más de lo que su conciencia puede sostener. Las redes sociales —esa plaza pública digital— no discuten: acusan, linchan, celebran lo inmediato y escupen lo complejo. Se impone una moral efervescente, una ética de cartón que arde con la primera fricción.
Ahí se asoma el efecto Dunning-Kruger, esa paradoja que dice que, cuanto menos sabemos, más seguros estamos de saber. Que el ignorante confía y el sabio duda. Como escribió Darwin, “la ignorancia genera confianza más a menudo que el conocimiento”, o como advirtió Bertrand Russell, “uno de los grandes problemas de nuestro tiempo es que los ignorantes están seguros de todo y los inteligentes llenos de dudas”. En el mundo virtual, esta disonancia se multiplica: opinamos sin filtro, sin pausa, sin contexto. El resultado: una sobreproducción de certezas vacías que intoxican el sentido colectivo.
Esta no es una novedad. La historia del siglo XX ya había advertido los peligros de las certezas totalitarias. Hannah Arendt hablaba del “hombre masa” no como el ignorante, sino como el que se entrega sin crítica a lo que le hace sentido emocionalmente. En tiempos de propaganda, la emoción reemplaza al juicio. Hoy, la propaganda es el algoritmo.
La sociología crítica, desde Adorno hasta Foucault, denunció el fetiche de la razón instrumental: ese modo de pensar que todo lo mide, todo lo categoriza, todo lo domina, pero que olvida el silencio, la duda, la pausa. Es lo que Byung-Chul Han llama “la sociedad del rendimiento”: donde todo debe ser afirmativo, productivo, visible. Ya no hay espacio para el no saber, para el error, para el pensar lento. Nos rendimos a la afirmación permanente y nos convertimos en lo que él llama sujetos del “infierno de lo igual”.
Pero en el cerro, entre piedras y barro, uno se quiebra. No el cuerpo: la narrativa. La máscara. La necesidad de agradar. Correr ahí es reciclar valores vencidos, desapegarse de la moral que exige aplausos, y desmontar esa arrogancia ilustrada que confunde opinión con sabiduría. Porque en el fondo, somos esclavos de una perspectiva que ni siquiera cuestionamos. Caminamos el mundo con creencias heredadas, conductas aprendidas, reflejos ideológicos como armas. Y eso, sin darnos cuenta, nos enferma. Nos vuelve sociopáticos del alma: incapaces de habitar el desacuerdo sin odio.
El fanatismo político no nace del exceso de ideas, sino de su ausencia. Su energía no es la convicción reflexiva, sino la necesidad emocional de pertenecer. Como escribió Wilhelm Reich, “la irracionalidad política no es un problema de intelecto, sino de miedo”. En tiempos líquidos, sin anclas ni relatos sólidos, el fanático emerge como náufrago que abraza su ideología como tabla de salvación. No importa si flota: lo importante es no estar solo. Así, la pertenencia reemplaza al juicio, y el grito reemplaza al argumento.
Subir el cerro, correr, no es escapar, es también un acto político: es el resistirse a ser absorbido. Es una forma de desobediencia tranquila. Ahí no se pelea con nadie, no se argumenta, no se cancela. Se respira. Se cae. Se sigue.
Y se vuelve distinto.