La encrucijada francesa: elecciones, ilusiones, y desilusiones

Hay ciertos paralelos entre la situación política de Francia y los debates actuales en la Convención Constitucional de Chile sobre la “pluriculturalidad” o “plurinacionalidad” del país. En los dos casos, el éxito futuro de la izquierda depende de su capacidad de formar alianzas multiétnicas con comunidades inmigrantes y (en el caso chileno) comunidades indígenas. La izquierda del siglo XXI será inclusiva y pluricultural o se verá relegada a un estatus minoritario permanente.

David Allen Harvey

En su ensayo, “Elecciones en Francia: cuando hay que elegir entre la derecha y la derecha,”(https://elregionalista.cl/elecciones-en-francia-la-derecha-o-la-derecha/) Patricio Escobar ofrece un análisis informado e iluminador sobre las elecciones presidenciales en Francia, donde el actual presidente centrista (o de centro-derecha) Emmanuel Macron se enfrentará en segunda vuelta contra la candidata de extrema-derecha Marine Le Pen el 24 de abril, después de una primera vuelta que, por segunda vez consecutiva, dejó atrás los dos partidos tradicionales de la Quinta República (los Gaullistas de centro-derecha y los socialistas de centro-izquierda) y presentó a las fuerzas progresistas de Francia una copa muy amarga: apoyar al dirigente actual, que consideran el mal menor o abstenerse y arriesgarse a ver a la extrema derecha instalada en el poder. Concuerdo con el análisis de Escobar en muchos aspectos, pero hay otros sobre los cuales estoy en desacuerdo. En este análisis, presentaré otra visión de la situación actual de Francia, y consideraré las lecciones que puede ofrecer a la política chilena.

Concuerdo con Escobar que el resultado de la primera vuelta presidencial representa un desastre por la izquierda francesa. El partido socialista, históricamente el más importante del sector, apenas figuró en los sufragios, con su candidata, la alcaldesa de Paris Anne Hidalgo, recibiendo solo un 1,7% de los votos. Un poco como lo que ha pasado en Chile con el auge del Frente Amplio y la decadencia de la antigua Concertación, el electorado de la izquierda en Francia se ha desilusionado con la política tradicional, y encontró una opción, si no precisamente extremista, por lo menos más popular e intransigente, en Jean-Luc Mélenchon, quien sorprendió con un 22%. Si la izquierda se hubiera unificado detrás de su candidatura antes de los comicios, podría haber sido Mélenchon, y no Le Pen, quien pasara a enfrentar a Macron en segunda vuelta. También concuerdo con Escobar que la reacción de la derecha tradicional gaullista al crecimiento del extremismo ha sido un fracaso, tanto moral como electoral. Fue el propio Charles de Gaulle quien, tras un siglo y medio de monarquismo, bonapartismo, y finalmente el fascismo de Vichy, forjó un nuevo partido de derecha liberal y pluralista, que dio estabilidad y prosperidad al país en los años sesenta y setenta. Ahora, sus herederos políticos abandonan sus principios para hacer eco a la nueva ultraderecha nacionalista y xenófoba, pero sin sacar provecho, dado que su candidata, Valérie Pécresse, recibió solo un 4,8%. Tal como dice Escobar, los votantes siempre prefieren el original a la copia.

Pero, en mi opinión, es incorrecto decir que la segunda vuelta no presenta ninguna diferencia de programas o visiones de país, que sea “la derecha contra la derecha.” Emmanuel Macron siempre se ha perfilado como figura del centro pragmático y anti-ideológico. Sirvió como ministro de hacienda en el gobierno socialista de François Hollande entre 2012 y 2017, y venció a Marine Le Pen en la segunda vuelta de 2017 por el amplio margen de 66%-34%, con el apoyo de la izquierda para cerrar el paso a la extrema-derecha. Muchos de los votantes que le apoyaron en la segunda vuelta de 2017 ahora están arrepentidos, tanto por el trato altanero y arrogante que Macron muestra cuando le critican (algunos dicen que tiene un complejo de Napoleón), como por sus políticas de austeridad para limitar el gasto fiscal y flexibilizar el mercado laboral. En este sentido, su gobierno recuerda un poco a las administraciones de Eduardo Frei Ruiz-Tagle y Ricardo Lagos en Chile, o el de Bill Clinton en los EEUU, los cuales comenzaron con grandes esperanzas y terminaron con desilusiones. No está para nada claro si los votantes de izquierda le van a salvar el pellejo una segunda vez.

Si Macron representa una política tecnócrata, globalista, y en cierto sentido neoliberal, es que él percibe que la integración europea e internacional es lo que mejor sirve a los intereses de Francia, país rico y altamente desarrollado, que atrae mucho turismo y vive de sus exportaciones, tanto de productos tradicionales como quesos, vinos, y licores como de productos de alta tecnología: autos Peugeot, Renault, o Citroën, aviones Airbus, ferrocarriles TGV, o carros de metro Alstom (los cuales se encuentran en el metro de Santiago, entre muchos otros). Una Francia encerrada dentro de sus fronteras, viviendo sobre sus glorias pasadas, tal como quiere Marine Le Pen, sería un país más pobre, con menos oportunidades para sus ciudadanos. Lo que promete Le Pen es una vuelta a un pasado idealizado, una Francia blanca, católica, y campesina, que ya no existe, y que no serviría a los intereses de sus conciudadanos.  En política exterior, mientras Macron está plenamente comprometido con el proyecto europeo y la colaboración con sus vecinos (y sobre todo el trabajo conjunto entre Francia y Alemania), Le Pen promete redefinir el compromiso de Francia con la Unión Europea y con la OTAN para acercarse más a la Rusia de Putin. Son dos visiones completamente opuestas del papel de Francia en Europa y en el mundo.

Es de esperar que Macron gane en segunda vuelta, o tal vez sería mejor decir que es de esperar que pierda Marine Le Pen. ¿Qué pasará después? La izquierda francesa, después de dos humillantes derrotas consecutivas, tendrá que repensar, y sobre todo presentar una opción de gobierno a la medida de una Francia del siglo XXI. Sus cabecillas—Jean-Luc Mélenchon es un ejemplo ideal, casi una caricatura—aún respiran el idealismo juvenil de los movimientos estudiantiles de mayo de 1968, y no se han actualizado en dos generaciones. La clase obrera francesa actual no es la de antaño. El partido socialista, que casi desapareció como fuerza política a nivel presidencial, ahora representa a una elite privilegiada (principalmente empleados fiscales, en su mayoría personas blancas de una cierta edad, algunos de los cuales trabajan 35 horas semanales y pueden jubilarse a los 55 años), y no tiene nada que ofrecer ni a la juventud, ni a la nueva clase obrera de origen inmigrante—los dos grupos que tienen mucha dificultad en integrarse al mercado laboral. Las fuerzas políticas a su izquierda, como el movimiento del mismo Mélenchon, carecen absolutamente de realismo, y proponen castillos en el aire sin ninguna claridad sobre cómo los podría financiar.

Un problema aún más grande–la izquierda francesa, como el mundo político francés en general, está pegada a un concepto fuertemente unitario de “la République une et indivisible,” que no reconoce la diversidad racial, religiosa, y cultural de la Francia del siglo XXI. Francia tiene la población musulmana más grande de Europa, y tienen muchos ciudadanos de origen árabe, africano, caribeño, o asiático. El fenómeno Le Pen no se puede entender sin entender el racismo en su centro, y el miedo al cambio cultural y racial del país a los cuales responde—sus mejores resultados electorales vienen de sectores que han recibido muchos inmigrantes, como Provence y Alsace-Lorraine, donde los habitantes blancos temen la “invasión” de extranjeros de color. La clase política sigue errando en llamarlos “inmigrantes,” cuando en muchos casos se trata de la tercera generación de presencia en el territorio nacional. En muchos casos, viven en guetos periféricos al borde de grandes ciudades como Paris, Marsella y Lyon, tienen altísimos niveles de desempleo y de vulnerabilidad social, y no se sienten integrados ni aceptados en la sociedad francesa. Aunque son ciudadanos, en su gran mayoría no votan, porque no se sienten representados por ningún partido. 

A comienzos de año, hubo un intento fallido de arreglar esta brecha. La exministra y exdiputada Christiane Taubira, más conocida como la autora de una ley de 2001 que declaró que la esclavitud fue un crimen contra la humanidad, se presentó en una primaria popular para definir una candidatura única de izquierda para las elecciones presidenciales francesas. Taubira, una afrodescendiente que proviene de la Guyana francesa, ganó su primaria por sufragios populares, pero no calificó para la inscripción oficial por falta de suficientes firmas de oficiales elegidos. Es decir, por no aceptar a una mujer negra como su abanderada, la izquierda perdió la posibilidad de candidatura única y dividió sus fuerzas, una de las causas principales de su derrota.

En este sentido, hay ciertos paralelos entre la situación política de Francia y los debates actuales en la Convención Constitucional de Chile sobre la “pluriculturalidad” o “plurinacionalidad” del país. En los dos casos, el éxito futuro de la izquierda depende de su capacidad de formar alianzas multiétnicas con comunidades inmigrantes y (en el caso chileno) comunidades indígenas. La izquierda del siglo XXI será inclusiva y pluricultural o se verá relegada a un estatus minoritario permanente.

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30 comentarios en “La encrucijada francesa: elecciones, ilusiones, y desilusiones”

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