Por David Allen Harvey
La verdad histórica, tan importante para la legitimidad de la profesión de historiadores académicos, la pedagogía en los sistemas escolares de los países modernos, y la memoria colectiva de los pueblos, ha sido puesta en duda desde varios sectores. Desde los años setenta del siglo pasado hasta el presente, algunos intelectuales de la ola posmoderna, desde Jacques Derrida y Jean-François Lyotard hasta Slavoj Zižek, pretenden que la verdad histórica no existe, y que solo existen narraciones subjetivas y parciales. Desde una perspectiva bien diferente (¿o lo es realmente?), figuras de la “derecha alternativa”, escritores marginales, personajes mediáticos, y políticos populistas también pretenden que la verdad absoluta no existe, que todo depende del punto de vista de uno, y que hay que presentar “ambos lados” del debate, incluso en temas tan temibles como la esclavitud o el Holocausto. En Chile, en las vísperas del aniversario de medio siglo del Golpe de estado del 11 de septiembre de 1973, varios personajes de la ultraderecha han puesto en duda algunos de los hechos históricos del Golpe y de la dictadura que lo siguió, provocando un nuevo dolor a los sobrevivientes y a los familiares de las víctimas. Si todo es una narración subjetiva, ¿cómo refutar las mentiras y defender la verdad histórica?
Hay que definir bien los términos para no perderse en discursos intencionalmente engañosos. La mayoría de los historiadores académicos convendrían voluntariamente que la objetividad absoluta en la historia es una meta imposible, puesto que la historia está escrita por seres humanos e inevitablemente refleja sus creencias, sus valores, y también sus prejuicios. Pero si la historia es una narración que revela las opiniones de sus autores, esta narración se compone de una base de hechos demostrables y verificables; sin esta base de hechos, una narración puede ser una buena obra de ficción o de retórica, pero no es historia. La ética de la profesión de historiador, tanto como la de periodista, permite presentar una narración desde un punto de vista político definido, pero no permite la falsificación de los hechos. Quien infringe esta norma profesional no es historiador; es propagandista.
Hay un caso celebre, por lo menos entre la comunidad de historiadores de Europa contemporánea (a la cual pertenezco), que ilustra bien esta diferencia. En los años setenta, el escritor británico David Irving tuvo un éxito notable en el mercado editorial, publicando una docena de libros muy detallados contando los pormenores de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, siempre tuvo sus críticos: Irving reconoció que quería contar la historia de la guerra, casi día por día, desde la perspectiva de Adolf Hitler, y para algun@s lector@s, sus narraciones intentaban limpiar la imagen del dictador alemán, quien, según Irving, desconocía las masacres de judíos y nunca las ordenó. Por causa de tales declaraciones, Irving fue expulsado de Alemania y le fue prohibido volver, a causa de una ley alemana que condena la negación del Holocausto. Años después, Irving puso una demanda legal en contra de otra historiadora, Deborah Lipstadt, por haberle denunciado como un negacionista. El proceso Irving-Lipstadt fue una sensación mediática cuando llegó al tribunal de Londres a fines de los años noventa, y más recientemente llegó al cine en la película Denial, protagonizada por Rachel Weisz, Timothy Spall, y Tom Wilkinson.
El respetado historiador inglés Richard Evans, llamado como testigo clave en el proceso por sus conocimientos profundos de los archivos nazis, escribió en su libro sobre el caso, Lying about Hitler, señalando que la investigación histórica tiene mucho en común con un proceso judicial: en ambos casos, se trata de examinar los hechos en base a documentos y testimonios, evaluando su procedencia y su credibilidad para separar la verdad de la mentira. Aunque no es posible volver al pasado para examinarlo directamente, los historiadores, como los magistrados investigadores, pueden volver a las escenas del crimen, por así decirlo, para recolectar las huellas y pistas que les permiten reconstruir los hechos y establecer, más allá de la duda razonable, lo que verdaderamente ocurrió. Quedó demostrado, por ejemplo, que Irving había falsificado la evidencia para apoyar su proyecto ideológico de rehabilitar la imagen histórica de Adolf Hitler. Citó declaraciones públicas de Hitler sin contexto, presentó órganos de la propaganda nazi como fuentes objetivas, y omitió otros testimonios que desmentían su tesis. Por lo tanto, la corte londinense falló en su contra y le obligó a pagar los gastos legales de su adversaria.
En el debate chileno sobre el aniversario del 11 de septiembre, es importante distinguir las opiniones políticas, siempre discutibles, de las verdades históricas, las cuales, una vez comprobadas, deberían ser aceptadas por todos. Es legítimo sostener, por ejemplo, que el gobierno de Salvador Allende fue un fracaso —es una opinión discutible que se puede avanzar o combatir por el debate abierto a partir de los hechos documentados. Pero no es legítimo decir, como algunos personajes de la ultraderecha han declarado últimamente, que los militares chilenos no violaron y abusaron de las mujeres presas durante la dictadura, ni que el presidente Allende estaba a punto de lanzar una represión violenta contra sus opositores y que este peligro inminente obligó a las fuerzas armadas chilenas a tomar el poder. Hay hechos documentados que desmienten estas declaraciones. Como bien dijo el senador neoyorquino Daniel Patrick Moynihan, en una frase para el mármol, «todos tienen derecho a formar opiniones propias, pero no tienen derecho a inventar hechos propios».