Tanto Rusia como Ucrania todavía piensan que pueden ganar la guerra y, mientras duren tales cálculos, nadie tiene interés en hacer sacrificios para lograr la paz. Mientras tanto, la guerra continúa, con todas sus consecuencias catastróficas, tras este aniversario infeliz del 24 de febrero.
David Allen Harvey
El 24 de febrero del año pasado, las Fuerzas Armadas de la Federación Rusa lanzaron su invasión a la república vecina de Ucrania. Más de cien mil soldados rusos, una fuerza bélica más grande que el ejército ucraniano, cruzaron las fronteras ucranianas desde el norte, el sur, y el este. Su plan era tomar por asalto la capital de Kiev y las otras ciudades principales, derrocar al gobierno ucraniano, e instalar un gobierno pro-ruso. El autócrata Vladimir Putin esperaba la victoria dentro de unos pocos días, y los oficiales rusos llevaron consigo sus uniformes de gala para el desfile triunfal. El mundo democrático también se preparaba para una victoria rusa; expertos militares internacionales ofrecieron consejos de resistencia guerrillera a los ucranianos, dando por hecho la caída de la capital, mientras que el gobierno norteamericano ofreció evacuar al presidente Volodomir Zelensky, quien respondió que necesitaba municiones, y no medios de transporte. Sin embargo, el plan fracasó y la guerra, que ya completa su primer año, no da señales de tregua. ¿Qué pasó?
Más que nada, la guerra ha mostrado que el imponente coloso ruso tiene pies de barro. Las décadas de corrupción desde la caída de la Unión Soviética han debilitado enormemente a las Fuerzas Armadas rusas. Las platas designadas para la renovación y reparación de tanques, aviones, y barcos de guerra fueron robadas, y los vehículos, más aptos ya para un museo histórico que para el servicio activo, se oxidaron en sus bases. Los oficiales que llegaron a los altos mandos del ejército debieron sus cargos más a sus conexiones políticas y a su lealtad absoluta a Putin que a sus capacidades, y nunca se atrevieron a darle malas noticias a su patrón. Los soldados rasos, mal pagados, mal tratados, y mal equipados, pasan su tiempo en el alcoholismo, el robo, y el abuso sádico hacia los compañeros más nuevos y los civiles que tienen la mala suerte de cruzar su camino. La cultura militar rusa exige la obediencia ciega de las órdenes que vienen desde arriba, y ni fomenta ni permite la iniciativa individual de los suboficiales en terreno. El resultado de todas estas falencias ha sido una campaña lenta, poco creativa, predecible, y sin capacidad de aprender de sus errores. Desde la marcha lenta de una columna larga de vehículos militares hacia Kiev en febrero y marzo del 2022, que fue diezmada por la resistencia ucraniana con la ayuda de “San Javelin” (misiles antitanques provenientes de los EE.UU.), hasta los asaltos repetidos y fútiles de la infantería del “Grupo Wagner,” compuesta de presos sacados de las cárceles rusas y tirados hacia los cañones sin entrenamiento alguno, en el sector de Bakmut, los rusos han sorprendido al mundo con su indiferencia frente a la muerte de su propia gente, su incapacidad de aprender o de improvisar, y la falta de una estrategia para coordinar sus acciones en distintos sectores de la guerra. Se anuncia una nueva ofensiva rusa que vendría en los próximos meses, pero hay mucho lugar para la duda, dado las pérdidas enormes ya sufridas y su mal rendimiento hasta ahora.
Pero, además de explicar el fracaso ruso, también hay que explicar el éxito sorprendente que han tenido las fuerzas ucranianas, por las cuales pocos, hace un año atrás, se hubieran atrevido a apostar. Desde la última guerra de 2014, cuando Rusia ocupó la península de Crimea y parte de las provincias de Donetsk y Luhansk, Ucrania se ha esforzado en mejorar la calidad de sus Fuerzas Armadas, tanto en su equipamiento técnico como en su entrenamiento y organización. Es verdad que nunca hubieran podido llegar a este punto sin la ayuda militar de los países de la OTAN, pero también es verdad que esa ayuda ha llegado por goteos, dado que los EE.UU. y sus aliados, un poco quemados por la caída rápida del ejército afgano equipado y entrenado por la alianza occidental, no se atrevieron a jugársela por Ucrania hasta convencerse que este David pudiera ganarle a Goliat. La resistencia ucraniana se basa sobre todo en el deseo de defender su tierra natal frente al invasor, de mantener la independencia que tanto les costó lograr, y de evitar la reincorporación de su país en un nuevo imperio ruso. La brutalidad de la invasión rusa, con bombardeos a civiles, violaciones masivas de los derechos humanos, y destrucción de infraestructura a lo largo del país, solamente ha servido para unir aún más a los ucranianos. El presidente Zelensky, actor de profesión, ha jugado magistralmente el papel más importante de su vida, pero las victorias logradas han sido los frutos del esfuerzo de todos sus conciudadanos.
Después de un año de penas y de glorias, de acciones heroicas y de crueldades sin nombre, la guerra continúa, y hay pocas esperanzas de que termine luego. Rusia ha sufrido grandes bajas, pero sigue en pie, y las pérdidas casi inimaginables que sufrieron los ciudadanos soviéticos durante la Segunda Guerra Mundial (más de veinte millones de muertes en cuatro años de guerra) ofrecen un testimonio terrorífico de la capacidad rusa de aguantar el sufrimiento sin rendirse. La guerra económica de Occidente ha debilitado mucho a la economía rusa, pero todavía puede vender su petróleo y su gas natural a otros mercados (sobre todo a China), y los sufrimientos de los rusos comunes no conmueven al autócrata del Kremlin, ni a los oligarcas de su círculo más íntimo. Los principales lideres de la oposición democrática rusa están muertos, exiliados o encarcelados, y no hay nadie que pudiera poner en peligro la permanencia de Vladimir Putin en el poder. Ucrania, por su parte, ha logrado muchos éxitos inesperados en sus campañas militares, pero también ha sufrido muchas bajas, y una campaña ofensiva para expulsar a las fuerzas rusas del resto de su territorio pondría una prueba más difícil a su capacidad militar. Los países del OTAN se han mantenido unidos hasta ahora, pero es una pregunta abierta cuánto tiempo más puede durar esta unidad, mientras que los costos económicos de la guerra siguen aumentando cada vez más.
Sin embargo, aunque todos (a lo menos, todos menos Vladimir Putin y su círculo) quieren la paz, hay poca probabilidad, por lo menos ahora, de una salida diplomática del conflicto. Tanto Rusia como Ucrania todavía piensan que pueden ganar la guerra y, mientras duren tales cálculos, nadie tiene interés en hacer sacrificios para lograr la paz. Para Ucrania, el precio de un acuerdo diplomático sería probablemente la renuncia a territorios que consideran partes íntegras de su país (seguramente la península de Crimea, y tal vez los sectores ocupados de Donetsk y Luhansk). Para Rusia, y sobre todo para Putin, el precio sería renunciar a sus sueños imperiales, reconocer la independencia de Ucrania, y también reconocer que la guerra fue un tremendo error no forzado. Sería un trago muy amargo para ambas partes, y solamente habrá paz cuando estén dispuestos a tragarlo. Mientras tanto, la guerra continúa, con todas sus consecuencias catastróficas, tras este aniversario infeliz del 24 de febrero.
5 comentarios en “Un aniversario infeliz: la Guerra de Ucrania”
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