David Allen Harvey
En el programa “Tolerancia Cero” de la semana pasada, Fernando Paulsen comentó que uno nunca se aburre con la política norteamericana. Se refería al intento de asesinato contra el expresidente Donald Trump, pero tan solo unos días después, la carrera presidencial estadounidense dio otra vuelta inesperada: la renuncia de Joe Biden a seguir con su campaña de reelección y, en tiempo casi récord, la consolidación del Partido Demócrata a favor de la vicepresidenta actual, Kamala Harris, para tomar el relevo de Biden como abanderada para las elecciones de noviembre. Como diría Carlos Pinto, nada hacía presagiar estos hechos nuevos que tienen convulsionado al gigante del norte. ¿Cómo y por qué sucedió?
La causa principal que gatilló esta serie de eventos fue la debacle del presidente Biden en su debate del 27 de junio con Trump, el expresidente y actual abanderado del Partido Republicano para volver a la Casa Blanca. Como ya señaló Alicia Mercado-Harvey en su columna para El Regionalista, el mal rendimiento de Biden en este debate, en el cual confundió nombres y datos y perdió el hilo de sus respuestas a las preguntas, sembró el pánico entre las filas demócratas. Los errores más dañinos para una candidatura política, y los más difíciles de revertir, son los que confirman lo que el electorado ya piensa: en este caso, que Biden, con sus 81 años, es demasiado viejo para cumplir otro mandato de cuatro años. Lo más irónico es que fue el mismo Biden quien buscó esta oportunidad (es inédito en los EE.UU. tener un debate presidencial antes de la nominación formal de los candidatos por sus respectivos partidos) para despejar las dudas, y en buen chileno, le salió el tiro por la culata. Ya iba unos pocos puntos detrás de Trump en las encuestas, y su mal rendimiento solo agravó una tendencia que ya producía inquietud hasta entre sus seguidores más fieles.
En los días después del debate, la campaña de Biden intentó todo para calmar las aguas, diciendo que el mandatario solo estaba cansado y un poco enfermo, pero el daño mortal a su candidatura ya estaba hecho. Aunque la mayoría de los senadores y diputados demócratas renovaron su apoyo al presidente, un goteo de disidencia emergió, en el cual uno tras otro de ellos pidió que Biden bajara su candidatura. Las gotas que hicieron derramar el vaso fueron la declaración de Nancy Pelosi, expresidenta de la Cámara de Diputados y una de las figuras más influyentes del partido, que había que darle tiempo al presidente para tomar su decisión (en un minuto en que Biden todavía insistía con seguir con su candidatura), y el silencio del expresidente Barack Obama, que muchos interpretaron como una muestra de sus dudas de la viabilidad de la candidatura de su antiguo compañero de lista. A pesar de todas estas señales, la declaración de Biden, el domingo 21 de julio, de que bajaría su candidatura para dar todo su apoyo a Harris, cayó como un relámpago sobre el mundo político norteamericano. Casi tan sorprendente fue la consolidación del partido detrás de Harris, que solo dos días después ya contaba con el apoyo de casi todas las figuras demócratas importantes y parece tener la nominación asegurada.
Dijo el filósofo George Santayana que el que no aprende de la historia está condenado a repetirla. Y hay una historia particular que en estas tres semanas ha provocado muchas pesadillas al mundo demócrata y que nadie quiere repetir: la campaña presidencial de 1968, uno de los principales puntos de inflexión en la historia política moderna de los Estados Unidos. El año comenzó con un desastre en la política exterior: la Ofensiva Tet en la guerra de Vietnam, un ataque masivo de las fuerzas comunistas a lo largo del país que llegó hasta la capital, Saigón. Aunque en términos estrictamente militares, la Ofensiva Tet fracasó en su objetivo principal, provocó una crisis en el gobierno norteamericano, y el presidente, Lyndon Johnson, anunció pocas semanas después que no sería candidato a la reelección. La campaña de elecciones primarias para remplazar a Johnson reveló las profundas divisiones dentro del partido, tanto por causa de la guerra como por los conflictos raciales de la época. El año 1968 también fue marcado por dos asesinatos que cambiaron la historia del país: el de Martin Luther King, el principal líder afroamericano de la época, en abril, y el de Robert Kennedy, hermano del fallecido presidente y, al momento de su muerte en junio, el favorito para conseguir la nominación demócrata para suceder a Johnson. Poco después de estas tragedias, los dirigentes del Partido Demócrata se reunieron en Chicago para elegir a su abanderado dentro de un ambiente de caos y desconfianza. Los delegados discutieron a insultos y a grito pelado, mientras que afuera de la convención, hubo enfrentamientos violentos entre manifestantes y policías. Al final, los delegados nominaron al vicepresidente de Johnson, Hubert Humphrey, un hombre digno y honrado, pero poco carismático, quien no logró reunir a las diversas facciones de su partido, y quien al final perdió la elección general de noviembre contra el nominado republicano, Richard Nixon. La derrota de 1968 puso fin a la época de gloria del Partido Demócrata, que había comenzado con las reformas progresistas de Franklin Roosevelt en los años 30, y comenzó una nueva era dominada por los republicanos Nixon, Reagan, y Bush padre e hijo, con consecuencias importantes tanto para los Estados Unidos como para el resto del mundo.
Repetir la pesadilla de 1968 fue el gran temor de todos los dirigentes del Partido Demócrata y, por lo tanto, vacilaron entre el temor de perder la elección con un Biden debilitado, y el temor del caos de una convención dividida y una batalla abierta por reclamar la nominación presidencial. Al principio, parecía que el temor al caos iba a ser mayor, y que la candidatura de Biden podría sobrevivir a un debate desastroso. Pero el presidente no logró calmar las aguas, y cada día más congresistas demócratas saltaron fuera de un barco que se hundía. Aunque todavía no se saben todos los detalles, hubo una serie de reuniones secretas entre los magnates del partido para discutir cómo proceder. Sabemos de estas reuniones porque una de los presentes, la diputada Alexandra Ocasio Cortez, tal vez la figura más importante entre la juventud demócrata, advirtió por sus redes sociales que los intrigantes (a quienes no nombró) querían deshacerse no solamente de Biden, sino también de la vicepresidenta Harris, y que no tenían una respuesta convincente cuando les preguntó cómo pretendían unir al partido y vencer a Donald Trump. Muchos de los militantes del partido hicieron sonar la alarma de que se pretendía hacer caso omiso a la voz del pueblo y elegir a dedo un candidato menos progresista para complacer a los élites políticas y económicas. Mientras corrían estos rumores, el presidente Biden retomó la iniciativa. Ya no tenía la fuerza política para salvarse a sí mismo, pero sí para designar a Kamala Harris, su vicepresidenta y aliada, como sucesora. Inmediatamente, figuras claves como Bill y Hillary Clinton dieron su apoyo a Harris, y todos sus rivales probables para la nominación presidencial también se subieron a un tren que ya avanzaba con una velocidad inesperada.
¿Por qué? Al contrario de la situación de 1968, cuando la guerra de Vietnam, la política social de Johnson, y las profundas divisiones raciales y culturales de la época fracturaron al Partido Demócrata, hoy en día simplemente no hay muchas diferencias ideológicas que separan a Harris de las demás figuras presidenciables de su partido (con dos excepciones que nombraré en seguida), como los gobernadores Gavin Newsom (California), Gretchen Whitmer (Michigan), Josh Shapiro (Pennsylvania) o J. B. Pritzker (Illinois). En política interna, todos están al favor del aborto legal, de los derechos LGBTQ, y de una inmigración legal y regularizada. Todos quieren proteger el legado de los gobiernos demócratas anteriores, como el sistema de pensiones y derechos sindicales (Roosevelt), educación preescolar y seguros médicos para indigentes, discapacitados, y jubilados (Johnson), y la reforma de salud (Obama) contra la privatización que proponen los republicanos. En política exterior, todos apoyan a Ucrania y (con más o menos reservas) a Israel, se oponen a Rusia, China, e Irán, y prefieren una estrategia multilateral, basada en organismos como la OTAN y las Naciones Unidas, al nacionalismo de “America First” que ofrece Donald Trump. Sin grandes desacuerdos políticos entre los demócratas, una batalla para la nominación se basaría en el personalismo y podría dividir y debilitar al partido y facilitarle el camino a Trump. Los únicos rivales dentro del Partido Demócrata que podrían presentar diferencias ideológicas con Kamala Harris son el senador socialista Bernie Sanders, quien ya perdió dos veces en primarias (contra Hillary Clinton en 2016 y contra Biden en 2020) y quien es aún más viejo (82 años) que Biden, y el senador conservador Joe Manchin, el favorito de Wall Street, pero quien es considerado como un traidor por muchos militantes del partido por haber bloqueado varias iniciativas demócratas a favor del medioambiente y la protección social. Ni el uno ni el otro podría unir su partido para ganarle a Trump en noviembre. Y otra consideración no menor: como compañera de lista de Biden, Harris tiene acceso automático a los fondos de campaña ya recaudados, mientras que cualquier otro candidato tendría que hacer malabares legales para transferirlos.
Otro factor clave que tiene Harris a su favor es lo histórico de su candidatura: sería la primera presidenta mujer en la historia de los EE.UU. (es solamente la segunda nominada por su partido, después de la candidatura de Hillary Clinton en 2016), y solo la segunda persona afrodescendiente en ocupar la Casa Blanca. Las mujeres negras son el bloque de votantes más fiel al Partido Demócrata (en las elecciones recientes, aproximadamente 95% de ellas dieron sus votos a candidatos demócratas), y ocupan posiciones claves en las organizaciones de base del partido, aunque rara vez son escogidas como abanderadas para los cargos más importantes. Como no hay razón ideológica o política de pasar por encima de Harris (quien, como vicepresidenta, fue la compañera de lista y sucesora designada de Biden), muchas de ellas se sentirían ofendidas si el partido nombrara a otra persona. Tanto Newsom (56 años), Whitmer (52 años), Shapiro (51 años) y el actual ministro de Transportes, Pete Buttigieg (42 años) son menores que Harris (59 años), y tienen futuros políticos prometedores por delante. Ninguno de ellos quiere romper sus lazos con uno de los bloques electorales más importantes del partido, sobre todo cuando hay elecciones presidenciales cada cuatro años.
Lo que todos quieren saber ahora es si este recambio le dará mayores posibilidades al Partido Demócrata de mantenerse en la presidencia y de retomar la mayoría en el Congreso. Aun es muy temprano para pronosticar, y volveré a esta temática en una próxima edición de El Regionalista. Pero Kamala Harris ya aparece como una gran candidata, que en poco tiempo ha unido a los dirigentes del partido e inspirado un nuevo entusiasmo entre sus votantes de base. En su discurso inaugural del día lunes en el estado de Wisconsin, destacó su experiencia política (además de vicepresidenta, fue senadora, fiscal general de California, y fiscal municipal de la ciudad de San Francisco) y lanzó duros ataques contra Donald Trump, citando los cargos de fraude financiero, abuso sexual, y conspiraciones contra la democracia en su contra. Defendió el derecho al aborto (apoyado por la gran mayoría de los estadounidenses) como componente de la libertad individual amenazada por las tendencias patriarcales y teócratas del Partido Republicano, y presentó su visión positiva para el futuro del país (cosa que Biden ha tenido más dificultades para hacer). Para resumir, Harris ofrece una candidatura de recambio y una campaña más dinámica y carismática que lo que Biden pudiera haber presentado. Será la tarea de los votantes norteamericanos en noviembre decidir cual visión del futuro del país quieren escoger.