Por @marcelenredes
Al cierre de esta columna, los medios de comunicación, redes sociales y la comunidad internacional en general han impugnado las últimas elecciones presidenciales en Venezuela, desenmascarando un fraude electoral. El régimen de Maduro, además de su inconsistencia democrática, ha provocado violaciones a derechos humanos, persecución política y represión.
La OEA promovió esta semana una orden de arresto contra Nicolás Maduro por el «baño de sangre» que prometió antes de las elecciones, y que se materializó en la destrucción de las estatuas de Chávez en las calles en un contexto de estallido social, que simboliza el hastío de los venezolanos con el régimen. Maduro, por su parte, se aisló de la región, expulsando a embajadores y cualquier “enemigo de la revolución”. Además, el hasta ahora gobernante venezolano dividió a la sociedad, incentivando la denuncia anónima de quien se señale como enemigo del régimen.
Considerando lo anterior, se puede entender cómo la narrativa político-cultural y sus medios de comunicación han ejercido un poder de coacción. Esto explica el uso del populismo como herramienta para conectar con los distópicos partidarios del gobierno y con la ciudadanía venezolana tanto dentro del país como en el exterior.
La televisión y los medios «revolucionarios» tienen un subtexto muy marcado para justificar al régimen. Es difícil creer lo que dicen y llama la atención cómo sus defensores alaban, justifican y hacen la vista gorda ante lo evidente. ¿No me cree? Descargue cualquier documento institucional del estado bolivariano, y le sorprenderá la cantidad excesiva de ripio con fuerte epicentro en conceptos como “Chávez”, “revolución”, “planificación”, “batalla”, “pueblo”, “patria”, “paz”, “enemigo”, “fascismo”. Todos ellos se repiten enfermizamente en cada página de cualquier texto oficial de gobierno.
La política del control mental deriva del abuso de la economía del lenguaje, restringiendo adjetivos, eliminando verbos, tergiversando valores. La lógica de reducir la comprensión o usar el mesiánico relato psicológico, se sustenta en una minusvaloración de la conciencia de la audiencia, aunque no resulte efectiva. Las dictaduras, contrarias al sentido común, deben construir un relato que produzca vínculos emocionales.
Los conductores y panelistas de los programas afines al régimen repiten pautas tras pautas para orientar interpretaciones sin ambigüedades. En esta televisión no existe disenso, contrastación de hechos o crítica. El miedo inocula silencio, reflejando sonrisas fingidas a través de muecas vacías, mientras las loas, forzosas y dramáticas, crean la ficción de una alegría revolucionaria que no es real. De Orwell «1984» a “2024”.
Las mismas reacciones, los mismos relatos, la misma escenografía militarizada, como de escuela pública sin pintar, con propaganda grotescamente mal diseñada junto a gigantografías mal impresas, son el telón de fondo de programas que alaban al «gran bigotón». Largas, agotadoras, violentas.
Los planos de cámara son pocos y cuidadosamente seleccionados para no despertar sospechas. Horas continuas de televisión sin réplica, con periodismo que no lo es y analistas formateados en el surrealismo distópico, reafirman la narrativa (otra vez) de la lírica de «el pueblo», «Bolívar», «fascismo», «revolucionarios», «lucha» e «imperialismo», repetidas como mantras psicológicos. Una versión 2024 de Orwell en la cual la neolengua juega un papel crucial para crear el sinsentido contrario a la realidad.
El neolenguaje romántico y pasional de la revolución, es la comunicación del ataque: interrumpe, amenaza, desprecia, infunde miedo, enlista personajes como despreciables y repite que todo el mundo está contra él.
No obstante, luego del dictador, sus cómplices lucen hábitos de pureza; el sacerdocio que sigue al régimen como apóstoles, muestra de vez en cuando una versión de bolsillo de la constitución, como si fueran pastores con la Biblia en la mano gritando a viva voz en cualquier plaza. El dictador, contrariando el ateísmo teórico de su ideología, muta en un ser místico y religioso citando máximas cristianas, presentándose como un mártir, un elegido. Los otros son herejes, nosotros los santos. El fanatismo y los intereses detrás de estas monsergas derivan en «no respuestas» que silencian cualquier distinción entre democracia y totalitarismo, creando una performance híbrida de complacencia de los medios de comunicación, caricatura de su rol en la mediación política.
Los partidarios del régimen, venezolanos y extranjeros simulan respuestas correctas evidentemente incongruentes, alejadas del sentido común y de la realidad. Sus excusas mezclan la empatía con el relato del absurdo, ubicando la lealtad al régimen y sintonizando con la persona de Maduro en una dimensión casi religiosa. ¿Puede la suma de evidencias despertar la conciencia de sus seguidores cuyo entendimiento forma parte de una máquina mayor de una subcultura de la intransigencia? ¿Es la victimización de estos grupos políticos un recurso necesario para sostener su propia barbarie intelectual?
Lo cierto es que la población observa cómo se construyen y alinean discursos rancios con personalidades que operan en la falsa conciencia, bajo un manto de democracia cuya sombra proyecta el totalitarismo hasta por los poros.
“Si el Partido te ordena rechazar lo que tus ojos y oídos te dicen, tienes que hacerlo”
Orwell, 1984