Los 100 días de Donald Trump

Los primeros cien días de Trump se han caracterizado por el caos y el conflicto y el intento de volver al pasado, pero las grandes corrientes históricas no se revierten. Sin embargo, como el mandatario es porfiado, es poco probable que reconozca sus errores y que recapacite. Así que los próximos cien días, y los cien que los seguirán, seguramente traerán más conflictos sin resolver y más convulsiones al país y al mundo.

Por David Allen Harvey

Esta semana se cumplieron los primeros cien días del segundo mandato presidencial de Donald Trump.  Un plazo arbitrario, tal vez, pero en la tradición política norteamericana, es el momento en el cual se consolidan las primeras impresiones del gobierno y se emiten las primeras evaluaciones de su rendimiento. En este artículo, ofreceré algunas reflexiones sobre el fenómeno Trump, no solamente como opinólogo, sino también con la perspectiva de mi oficio principal de profesor de Historia.

La calificación de los primeros cien días remonta a la administración de Franklin Delano Roosevelt, el presidente norteamericano más trascendental del siglo veinte. Roosevelt fue elegido en el peor momento de la Gran Depresión con un amplio margen sobre su predecesor, el republicano Herbert Hoover. Como las políticas tradicionales de Hoover claramente habían fracasado frente a la crisis económica, Roosevelt tuvo una oportunidad histórica para refundar el gobierno norteamericano, con la ayuda de amplias mayorías en las dos cámaras del Congreso, y en sus primeros cien días en el poder se aprobaron un número récord de proyectos legislativos. Se podría decir que Roosevelt salvó el capitalismo de sus propios excesos y falencias, construyendo un estado de bienestar de inspiración socialdemócrata y tecnócrata, cuyos fundamentos (pensiones dignas, regulación bancaria, inversiones en obras públicas, colaboración entre el gobierno y los sindicatos de trabajadores) todavía se mantienen en pie, y todo sin, por así decirlo, matar al ganso que ponía los huevos de oro. En sus doce años de gobierno (1933-1945), Roosevelt salvó al país (y hasta cierto punto al mundo entero) de dos crisis: la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Si el siglo veinte fue, según algunos historiadores, el siglo norteamericano, el legado de Roosevelt fue una de las causas principales.  Es comprensible, por tanto, que los primeros cien días de Roosevelt se convirtieron en la medida de los éxitos y fracasos de sus sucesores.

Los primeros cien días de Donald Trump, por el contrario, se han caracterizado por el caos y el conflicto. Todo ha sido bien distinto de su primer mandato, porque el primer triunfo electoral trumpista, en 2016, le sorprendió tanto al mismo elegido como a los demás, y entró a la Casa Blanca sin un proyecto claro de gobierno. Para el segundo mandato, sus asesores formaron una agenda sumamente ambiciosa, el llamado “Proyecto 2025,” que sin mucha exageración se podría calificar como un intento de desmontar el legado socialdemócrata de Roosevelt y la orientación globalista de los gobiernos de posguerra para volver a una visión idealizada del pasado: un país más capitalista, más homogéneo, más patriarcal, y más nacionalista. El lema omnipresente de su campaña, Make America Great Again o MAGA, postula una narrativa de decadencia presente y un retorno a una época dorada. Como el presidente Trump cuenta con mayorías (aunque estrechas) en ambas cámaras del Congreso y con mayoría conservadora en la Corte Suprema, se ha enfrentado con pocos obstáculos en sus primeros cien días en el poder, que ha llenado con una frenética actividad para intentar realizar su sueño de volver al pasado.

Las intenciones retrógradas (tanto literales como figurativas) del movimiento MAGA son más evidentes frente al tema de la inmigración ilegal, según muchos expertos una de las razones principales de su triunfo electoral.  Trump y sus asesores señalaron desde el principio su intención de expulsar millones de personas en situación migratoria irregular. Pero como del dicho al hecho hay mucho trecho, es muy complicado detener, procesar, y expulsar tal número de personas, por lo menos dentro de un marco legal según el cual cada persona acusada tiene derecho a defenderse frente a los tribunales. Trump y sus asesores, impacientes con los procesos formales, han hecho redadas masivas donde inevitablemente han pagado justos por pecadores, y han expulsado personas de forma irregular y sin las formalidades exigidas por la ley. El caso emblemático ha sido el de Kilmar Abrego García, migrante ilegal salvadoreño, casado con una ciudadana norteamericana y quien había reclamado el estado de refugiado: fue expulsado a su país natal pese a una orden judicial prohibiendo tal acto. Aunque la Corte Suprema decretó que la expulsión de García fue ilegal y tendría que ser devuelto a su familia, hasta el momento el gobierno ha presentado excusas para no cumplir con su deber legal.

Otra prioridad de Proyecto 2025 fue reducir el tamaño de la burocracia federal.  El multimillonario Elon Musk fue encargado de un rol no oficial, a título de Department of Government Efficiency (o DOGE, una referencia probablemente inconsciente al gobierno aristocrático de la Venecia medieval), para efectuar el despido masivo de funcionarios públicos.  A instancias del mandatario argentino Javier Milei, Musk recibió de él una sierra eléctrica como símbolo de sus intenciones radicalmente libertarias. Pero como la sierra eléctrica no sirve para hacer cortes precisos, muchos funcionarios esenciales fueron despedidos por error, varios de los cuales fueron recontratados poco tiempo después (otros no fueron recontratados porque Musk había cerrado sus cuentas de email y no tenía como re-contactarlos). Aunque Musk anunció que, con sus métodos radicales, se ahorrarían más de dos mil millones de dólares, el ahorro ha sido mucho menor, y el caos mucho más de lo anticipado. De hecho, es muy probable que los recortes terminen costándole más al gobierno, porque entre los empleados despedidos figuran agentes encargados de investigar la evasión de impuestos.

En el presente mes, la política norteamericana ha sido dominada por el debate sobre las tarifas sobre el comercio exterior. Según los que mejor le conocen, una de las pocas creencias firmes del presidente Trump es que los Estados Unidos han sido engañados y estafados por sus socios comerciales, y por lo tanto, debe terminar con los acuerdos de libre comercio para promover el nacionalismo económico. Esta creencia también está mezclada con la nostalgia de la época dorada de la industria norteamericana, tiempo en el cual los trabajadores (o por lo menos, los hombres blancos) ganaron bien trabajando en las fábricas de Henry Ford y pudieron mantener a sus familias con un solo sueldo (para que sus mujeres se mantuvieran en la casa cuidando a los niños). Más que una ideología económica, es una visión normativa del país, basada en una supuesta jerarquía natural de raza y género. Poco importa que Estados Unidos sea hoy un país principalmente posindustrial, con una economía dedicada a los servicios, la alta tecnología, y la globalización, ni que la producción industrial ha migrado a las economías en desarrollo, donde los sueldos son infinitamente más bajos que en los EE.UU. El 2 de abril, Trump proclamó “el día de la liberación” de la globalización, con nuevas tarifas impuestas sobre los socios comerciales, y sobre todo a China, el rival principal de los Estados Unidos en el siglo veintiuno. El gobierno chino respondió con sus propios medios duros, anulando contratos de compra de productos agrícolas y de aviones Boeing, y limitando la exportación de minerales claves para las tecnologías avanzadas. El mundo ahora se encuentra en plena guerra comercial, sin una salida clara, dado que ni Trump ni el líder chino Xi Jinping tienen intenciones de ceder. Muchos empresarios que apoyaron a Trump, pensando que sería un republicano más tradicional (como los Bush padre e hijo), se han sorprendido con las bajas de los mercados de acciones (que han perdido el 10% de su valor en los tres meses del gobierno) y la perspectiva de una nueva depresión económica si se continua la guerra comercial con China. 

Si pasamos de la narración de los últimos acontecimientos a la perspectiva histórica, se nota que lo que quiere Trump y sus partidarios es revertir varias de las principales tendencias de las últimas décadas. Quieren desmantelar el estado socialdemócrata para volver a un capitalismo más salvaje, cortar los flujos migratorios para mantener la mayoría blanca (que en las últimas décadas ha bajado de 80% al 60%) de la población norteamericana, y devolverles a las mujeres las tareas de la casa de modo exclusivo. Pase lo que pase en el escenario político de los Estados Unidos (y no me atrevo predecir lo que sucederá en las próximas elecciones), tales proyectos, que van en contra de las corrientes más poderosas del cambio histórico, están destinados a fracasar. Ninguna tarifa podría devolver los empleos industriales a ciudades en decadencia como Detroit o Pittsburgh. Si la inmigración, tanto legal como ilegal, fuera reducida a cero el día de mañana, la lenta evolución demográfica norteamericana continuaría, dado que las comunidades inmigrantes (principalmente latinas, pero también asiáticas y africanas) tienen tazas de natalidad por encima de la comunidad blanca. Y, a menos que se realice la visión distópica de Margaret Atwood, las mujeres jóvenes, sobre todo de la clase media profesional, no renunciarán a sus empleos y sus libertades para dedicarse a la maternidad. 

Cuenta la leyenda que Cnut, un rey medieval de las Islas Británicas, intentó prohibir que entrasen las mareas. Por mucho ruido que hagan y muchos daños que puedan causar, las políticas de Donald Trump tendrán a lo largo tanta eficacia como las declaraciones de aquel rey de antaño. Las grandes corrientes históricas no se revierten. Pero como el mandatario es porfiado, es poco probable que reconozca sus errores y que recapacite. Así que los próximos cien días, y los cien que los seguirán, seguramente traerán más conflictos sin resolver y más convulsiones al país y al mundo.

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