En la institución, declarada monumento histórico nacional y sitio de memoria, se ha consolidado una cultura de silencio. La política del “dejarlos ser” ha reemplazado toda noción de autoridad formativa. Las consignas violentas han desplazado los símbolos tradicionales del colegio, y el grito inbano ha sido tomado por declaraciones que promueven odio y resentimiento.
@marcelenredes
“Lo blando es más fuerte que lo duro; el agua es más fuerte que la roca, el amor es más fuerte que la violencia”
Herman Hesse
La violencia estructural se manifiesta cuando las condiciones institucionales bloquean el desarrollo pleno de las personas, no por fallos puntuales, sino por la persistencia de decisiones omitidas, conflictos no gestionados y liderazgos que rehúyen el ejercicio del poder. En el caso del Internado Nacional Barros Arana, esta violencia se ha vuelto crónica. No responde a un hecho aislado, sino a una cadena prolongada de negligencias, vacíos de autoridad y discursos que eluden la responsabilidad ante el progresivo deterioro del espacio educativo. Por omisión, por silencio o —en el peor de los casos— por una validación tácita en las sombras, la violencia ha encontrado terreno fértil.
El reciente ataque al rector interino y funcionarios públicos, más allá de su gravedad física potencial, es sólo un síntoma visible de un fenómeno profundo que resultó de no haber aprendido nada de la explosión que dejó a estudiantes lesionados de por vida: no hubo aprendizaje en una institución de educación, qué ironía. Incluso las malas palabras usadas por el rector y filtradas por parte de sus cercanos —que también pueden entenderse como una forma de agresión simbólica— evidencian un ecosistema disfuncional donde el apego irracional a la ideología nos recuerda al inbano Nicanor Parra y su máxima “la izquierda y la derecha unidas, jamás serán vencidas”.
Si el líquido inflamable que le arrojaron hubiera prendido fuego, estaríamos hablando hoy de una tragedia más que habría quedado, como el año pasado, impune. Pero la tragedia ya ocurre: los liderazgos en el internado han sido, desde hace años, desautorizados. Nadie ejerce con eficacia los roles de autoridad, y las instancias formales de diálogo —las célebres mesas de trabajo— se han transformado en ejercicios retóricos sin resolución. Los acuerdos se diluyen, las decisiones se postergan, y los actores más nocivos —desde grupos radicalizados hasta consejeros y cómplices pasivos— operan con completa impunidad.
Lo más alarmante no son los hechos violentos en sí, sino que la comunidad ha aprendido a convivir con ellos. Se ha instalado un mecanismo colectivo de tolerancia, de indiferencia pre programada. No se identifica ni se sanciona a los responsables, no hay líneas de seguimiento claras, y las medidas preventivas brillan por su ausencia. Las funciones esenciales de cualquier institución escolar —formar, orientar, proteger, contener— están suspendidas, reemplazadas por una observación lejana que normaliza el desorden sin brújula ni sendero claro.
En la institución, declarada monumento histórico nacional y sitio de memoria, se ha consolidado una cultura de silencio. La política del “dejarlos ser” ha reemplazado toda noción de autoridad formativa. Las consignas violentas han desplazado los símbolos tradicionales del colegio, y el grito inbano ha sido tomado por declaraciones que promueven odio y resentimiento. A la vista de madres, padres, apoderados, docentes, funcionarios, administrativos y autoridades, se ha instalado una atmósfera en la que nadie por sí solo puede hacerse cargo. En esa zona gris, el miedo opera como forma de control social, como una cultura. Y es ahí donde la violencia deja de ser disruptiva para transformarse en norma erigiéndose en la rutina de un establecimiento educacional. No hay paros ni tomas en casi todo el universo estudiantil de enseñanza media y universitaria, sin embargo, en los liceos emblemáticos las neuronas de la violencia, persisten. ¿Cómo, por qué, para qué? Misterio.
Frente a este escenario, se requiere una respuesta integral. Sin embargo, la última instancia de diálogo —con participación de autoridades del gobierno, sostenedores y representantes del Consejo Escolar— terminó en nada. La justicia así, por su parte, parece actuar con los ojos cerrados. Urge una intervención que no se base en la punición, sino en la claridad y cuya inspiración esté apartada de las diferencias políticas que existen al interior y exterior de su comunidad. Se debe recuperar el rol de la dirección con respaldo institucional real. Establecer líneas de autoridad legítima, para que los docentes puedan enseñar en paz y los funcionarios no vivan bajo amenazas simbólicas disfrazadas de discursos políticos. Es indispensable una conversación transparente, donde cada estamento diga con claridad quién actúa, por qué lo hace y con qué propósito.
Como advirtió Martin Luther King: “No me duele la violencia de los malos, me duele la indiferencia de los buenos.” El INBA no necesita más diagnósticos: necesita responsabilidad política, gestión técnica y liderazgo ético. No se trata solo de una escuela: se trata del espejo de una sociedad chilena que no puede seguir cediendo el control de sus instituciones a la cultura de la violencia como si esta no fuera también parte de su reflejo.
La violencia en el INBA ya no es un hecho: es una atmósfera. Se ha vuelto rutina, se ha hecho rito. Ha enlodado sus tradiciones con discursos vacíos, enarbolando una historia distorsionada para justificar el caos. No estamos ante una irrupción episódica, sino ante una permanencia disfrazada de normalidad donde por cada brecha de silencio institucional se acrecienta este clima, impregnándolo todo.
¿Quién controla hoy la institución? ¿Quién liderará el proceso de reconstrucción cuando el nuevo Servicio Local de Educación Pública de Santiago Centro asuma el mando? Las respuestas no están en los manuales administrativos ni en los tecnócratas. Se requiere coraje, lucidez y palabra. Porque lo que está roto no es solo el orden: es el sentido de comunidad, el pacto de convivencia, la memoria de lo que alguna vez significó ser inbano.
No hay y no habrá mente sana en cuerpo sano bajo la sombra de la violencia.
4 comentarios en “Violencia estructural en el INBA: crónica de una comunidad rehén de pocos ”
Me extraña que se haga este reportaje tan parcelado, porque está violencia no sólo ocurre en el inba, sino que en varios otros colegios de la comuna de Santiago y Providencia, y de ellos nada se dice, nada se escribe y nada se publica. Es raro, porque da para pensar. No es que se justifique esta violencia, pero está claro que no es un tema de las autoridades de este colegio. Es un tema comunal, incluso de país. Nada han hecho las autoridades por solucionarlo. Lo dejan en manos de los directivos y docentes de los colegios. Invito a este pseudo periodista a investigar más, a ser más responsable y amplio en su análisis. Porque si no uno piensa que está manipulado por otras esferas que solo desean destruir un colegio cuya infraestructura se la pelean universidades para sus aulas y espacios. No sé quién le pagó por esto. Pero está claro que la objetividad y la imparcialidad no son parte de su labor. Sea más profundo en su trabajo, periodista al peo y no haga reportajes que se nota que está mandatados y que tabto dañan a un colegio que trata, día a día, de salir a adelante con las pocas herramientas que les da la ley y que es precaria y impide hacer más cosas para erradicar la violencia. Así es que no juzguen sin saber
El caos educacional sirve sólo a los políticos que viven de ella…mientras la nobleza y la ética brillen por su ausencia, el caos pasa a ser el ambiente ideal para estos sub grupos sociales.
Excelente análisis.
Que triste. Pensar que este gobierno es producto directo del movimiento de los pingüinos, con el lema “educación gratuita y de calidad,” lo que antes simbolizó el INBA. Como indica el artículo, necesita reformas radicales para salvar lo que fue una joya del sistema educativo chileno.