Por @marcelenredes
Si alguna vez viste la serie Dr. House, recordarás su premisa central: «todos mienten». En la serie, los pacientes ocultan información porque su percepción de la enfermedad está condicionada por emociones, prejuicios y valores. De manera similar, en la sociedad contemporánea, nuestra relación con la verdad está mediada por estructuras simbólicas que influyen en cómo entendemos el mundo, y a nosotros mismos.
Guy Debord, en La sociedad del espectáculo ya en 1967, sostiene que las sociedades modernas han convertido la realidad en una representación mediática. En este modelo, las imágenes y discursos dominan la experiencia cotidiana, desplazando la interacción directa con los hechos.
La diferencia entre el siglo XX y la actualidad radica en que antes los medios tradicionales (televisión, radio, prensa) centralizaban la producción de sentido, mientras que hoy, con la digitalización y las redes sociales, la producción simbólica se ha descentralizado. Cualquiera puede construir y difundir su propia versión de la realidad, generando múltiples relatos en competencia.
Jean Baudrillard lleva esta idea más lejos con su concepto de hiperrealidad. En Simulacros y simulación (1981), explica que vivimos en un mundo donde las representaciones han sustituido a la realidad misma. No es que las redes sociales manipulen la verdad, sino que generan realidades autónomas que no dependen de un referente concreto como lo es la clase social, la educación o la religión. Un ejemplo claro es la influencia de los algoritmos en la autoimagen: los filtros de Instagram y TikTok no solo modifican rostros, sino que instauran estándares de belleza desligados de la realidad física. La imagen «mejorada» de uno mismo se vuelve más válida que la versión sin retoques.
Este fenómeno no solo afecta a la autoimagen y añade un factor más a la autopercepción, sino que también –cuanto más– a las relaciones sociales. Antes, la identidad de una persona se definía en gran medida por su pertenencia a una clase social, su nacionalidad o su religión. Hoy, con el auge de las comunidades virtuales, la identidad es más fluida y basada en elecciones personales. Zygmunt Bauman llamaría a esto una “identidad líquida”, donde los vínculos ya no son fijos ni duraderos, sino maleables y sujetos a constante redefinición.
Las relaciones amorosas también reflejan esta transformación. Mientras que en el siglo XX las relaciones sentimentales se estructuraban dentro de marcos culturales relativamente estables, hoy los vínculos están mediados por plataformas como Tinder o Bumble. Esto ha llevado a fenómenos como el «ghosting» (desaparecer sin dar explicaciones), que evidencia cómo la lógica del consumo ha permeado incluso las relaciones humanas: las personas se vuelven desechables y reemplazables según criterios algorítmicos que escoge un usuario del mismo modo que elige productos en un supermercado. El yo y el otro son codificados digitalmente.
Otro ejemplo es el auge del poliamor y las nuevas formas de parentalidad, como la co-paternidad sin pareja romántica. Desde la perspectiva de Baudrillard, no se trata solo de cambios en la práctica, sino de la consolidación de nuevos modelos simbólicos que rivalizan con la familia tradicional. Esto no significa que estas estructuras sean «falsas», sino que su validez depende de su capacidad para imponerse en la esfera de la representación cultural.

El problema es que esta proliferación de realidades simbólicas puede generar un efecto paradójico: si todo es representación, ¿cómo distinguimos lo auténtico de lo artificial? En términos sociológicos, Pierre Bourdieu advertía sobre el concepto de habitus, es decir, el conjunto de disposiciones inconscientes que estructuran nuestra forma de actuar y pensar. En un mundo donde el habitus está mediado por algoritmos, nuestras preferencias ya no son enteramente nuestras, sino que están moldeadas por tendencias digitales.
El espectáculo digital no solo transforma la identidad individual, sino también el ámbito político. Los líderes ya no solo compiten con discursos y propuestas, sino con narrativas visuales diseñadas para viralizarse. La imagen de un político besando a un niño o tomándose una selfie con ciudadanos importa más que sus programas de gobierno. Esto refuerza la tesis de Debord: lo que define el poder en la era digital no es la capacidad de gobernar, sino la capacidad de representar emociones, temperaturas del carácter o creando climas emocionales recurrentes.
En esta nueva etapa de la historia, en la cual la inteligencia artificial, ha superado las capacidades humanas para procesar información, cabe preguntarse: ¿seguimos siendo dueños de nuestra identidad o solo gestionamos (o somos gestionados), nuestra imagen dentro del espectáculo digital? ¿Hasta qué punto nuestras relaciones son genuinas o meras performances para el consumo simbólico público?, ¿podrá la inteligencia artificial contribuir a relaciones sociales más saludables o a sustituirlas?
En una sociedad donde la apariencia ha superado a la esencia, quizás la verdadera pregunta ya no sea si «todos mienten», sino si alguna vez supimos qué era la verdad, diría Dr. House.
2 comentarios en “La hiperrealidad digital: la identidad como un espectáculo y simulación”
Excelente columna… gracias!!
Muy buen artículo 👍